Ayer fue el día de mercado en el pueblo vecino. Aproveché para ir a comprar verdura a su plaza, llena de olores a tierra, cebolla y pimientos, de delantales y flores.
Cuando aparqué, la vi. Allí estaba la Señora Antonia… Quieta, acomodada en la puerta de su casa, observando plácidamente.
Volví al coche a dejar las bolsas y allí seguía. Entré a comprar a una de esas tiendas de productos ecológicos que los alemanes tan bien saben convertir en santuarios que dejan mi reloj sin pilas y un rato más tarde, desde sus ventanas, la miré. No se había movido. La Señora Antonia continuaba allí, en su silla de madera, con mirada de sonrisa aquietada y cuerpo sin fisuras.
Había quedado con Berta, y su recién nacida, para almorzar. Como buenas forasteras, dejamos que nuestros paladares se pusieran contentos con unas cocas de trampó y un zumo de primeras naranjas de temporada.
Cuando volví a tomar el volante para volver a casa y me encontré de nuevo con la Señora Antonia, acompañada en este momento por otra veterana del tiempo, me pregunté ¿sería yo capaz de estar tantas horas quieta, en silencio, sentada, observando, estando…?
Estamos hiperconectados. Nos estamos acostumbrando a recibir un montón de impulsos que resquebrajan nuestra capacidad de estar gustosamente centrados, pensé.
Las salas de cine se iluminan con pantallitas que muestran los últimos whatsapps mientras en alguna cocina el café lo hace una máquina en menos de un minuto. Un café que ya no inunda de olor la casa y que María toma antes de llegar corriendo a la clase de Yoga porque ha de dejar a su hijo en clase de karate.
En medio de tanta hiperactividad hiperconectada, ¿dónde queda esa Señora Antonia sin alertas, sin prisas ni pantallas?
Me da por pensar que quizá no necesita tanta actividad apresurada porque su Vida tiene una especie de conexión natural y atemporal que no necesita de toda esa gratificación inmediata.
También, en esta necesidad de estar conectados hay algo que nos reconforta. Y es algo positivo, pues se vislumbra nuestro deseo de sentirnos cerca, de sabernos unidos. Y me encanta.
Un anhelo tan digno como humano que se enriquece de la capacidad de sentarnos en silencio en esos refugios del ser donde nos vaciamos de tanto estímulo para poder empezar a fluir con claridad y calma, con la certeza de que todo eso es un juego que suma, no una carrera que nos atrapa en su vacío.
Desconectar te ayuda a conectar contigo y eso tiene muchos dones:
– Estás más centrado y eso te da una visión más clara sobre lo que quieres y hacia donde vas.
– Te descuelgas de la rueda de la inercia, disfrutando de mayor libertad.
– Eliges conscientemente a que dices Sí y a que dices No.
– Te das cuenta de lo rica que ya es tu Vida, de esa cantidad de cosas que se te pasaban por alto y son maravillosas.
– Tu intuición te guía cada vez más y mejor.
– Tienes más tiempo para estar contigo y tu gente.
– Eres más positivo: aprecias el momento y puedes sentir y gestionar tus emociones desde otra perspectiva.
Por eso, no me pidas perdón porque me contestes a un email tres días más tarde.
Me encantará saber que te estás dedicando a ser y a estar, a mirar o a reflexionar…
Qué has desconectado para conectar.
¿Y tú, cómo llevas esto de la hiperconexión?
La imagen es de Marta Areces y sus lindas fotografías podéis verlas en su web.