Era tarde cuando Valentina acabó de soñar con mundos mejores que el suyo.
Ronroneó un rato más temiendo que al abrir los ojos todo se perdiera.
Salió al jardín buscando el frescor del aire, deseando que cada exhalación le vaciara de toda esa desgana.
Hasta que se cansó. Se agotó incluso de respirar. Últimamente sólo respiraba para ver si se borraban las manchas de sus pulmones, si se atenuaban las arrugas de su corazón o si aliviaba el peso de sus pensamientos.
Además, hacía un día tórrido: la lluvia contenida flotaba en una atmósfera pesada.
El estruendo de un par de truenos trajo las primeras gotas. Lavaron su cara.
Desde luego, esta no es la Vida que yo había imaginado -pensó mientras se secaba el cuerpo con la sequedad de sus adentros.
Y con los ojos todavía medio entornados, se preparó un licuado de zanahoria que tampoco rebajó su hastío.
El vaivén cuasi ininterrumpido entre coche, estudio y sofá le habían nublado el alma; no conseguía disfrutar de nada, tanto si lo intentaba como si dejaba que la Vida le viviera.
Se había dejado convertir en una de las consultoras más requeridas de su ciudad natal, pero estos días no sólo su despacho estaba «de reformas».
Repasó las paredes de aquella casa familiar, tan ausente de lo que ella creyó necesitar y tan llena de una desolación que estaba garabateando sus células.
Sin duda, necesitaba salir, pero las calles de su ciudad le mareaban tan poca bellas y pobladas de caras conocidas.
Abrió el armario y se calzó las zapatillas de correr. Hacía semanas que pensaba en hacerlo, pero la pesadumbre se había estado dedicando a crear una dulce muralla de protección.
Arrancó su coche y condujo en dirección a la playa de las dunas, ese paraje medio salvaje que una no acaba de entender por qué no está repleto de turistas.
Siendo marzo y rozando el atardecer, comenzó a correr sin música. Escuchaba el peso de su pisar contra la tierra, el viento murmurando en sus oídos y las gárgaras de la espuma salada hablando de tormenta.
Uno, dos; uno, dos; …
Sus pensamientos se suspendieron, y se desahogó de una dicha abierta e insensata que ella desconocía albergar. La playa se rió con ella, cuyas carcajadas desbancaban con su trote todas las reglas que le estaban matando de aburrimiento y de rabia.
Mientras se bebía el salitre por la nariz, pensó en la ruina en la que el miedo a ser descalificada por su entorno le estaba sumiendo.
Se quitó sus zapatillas, pisó la arena mojada y fresca …se estremeció. Hacía tiempo que nada le recorría el cuerpo despertándolo así.
La luz alunada fue acariciando el cuerpo de Valentina mientras éste iba quedando desnudo frente al mar. Sus pómulos estaban siendo rellenados por una mezcla de gotas de lluvia y lágrimas alegres.
Cerró los ojos y estiró los brazos hacia el cielo mientras las olas enraizaban sus pies en la arena.
Pedro Varrona caminaba por el paseo, allí donde las palmeras latían al mismo ritmo que el nado de Valentina.
La reconoció al instante. Ese cuerpo asirenado no podía ser otro que el de su hija.
No quiso acercarse. Tampoco hablarle. Hacía años que no se encontraban. Ahora sólo deseaba continuar observando su serenidad libre. El salitre ya les unía en un lazo aterciopelado.
Por un momento ella se giró y pareció mirarle. Pero únicamente estaba observando su pasado con la mirada de quien lo contempla por fin en paz. De quien sabe que todo está hecho. Que todo se hizo de la mejor manera posible. De la única que cada uno supo.
Ella y él, todavía sin saberlo, bailaban en el silencio de un mar de final de invierno; sin espumas del pasado, sin conchas que se abrirán mañana; con las alas que sólo el reconocimiento cose y la claridad de ser sin tantos vestidos.
Alguien, a lo lejos, en un balcón desde el que goteaban notas al ritmo de Balmorhea, vio una luz navegando en el mar.