Lo que somos en esencia merece ser reconocido.
Ese algo profundo ante lo que una conversación se detiene y nuestros oídos desean escuchar otro tipo de voz que la palabra, merece ser reconocido.
Ese escenario donde no suena el eco superpuesto de tantos guiones, merece ser reconocido.
Ese alma que sonríe cuando trazamos -tan serios- mapas para llegar a ella, merece ser reconocida.
Y para eso necesitamos dejar de hacer tantas abdominales espirituales hablando de la Verdad y defendiendo a ultranza una u otra tradición. Como dice el árbol de Herman Hesse: Mi fuerza es la confianza. No sé de mis padres, no sé de los miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo hasta el fin del secreto de mi semilla, no tengo otra preocupación. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la nuestra. Cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es.
Entonces uno entrega el regalo más grande: la presencia de una mente con tanto espacio vacío que la Vida entera cabe en ella.
Y se entrelaza con esas raíces que descansan en el infinito sin perder el aliento. Pues esa conexión requiere de fuerza pero no de tanto esfuerzo.
Desconozco si la Vida tiene una finalidad. Pero cada una de sus ramas tiene un potencial que nos demanda que creemos con él.
Transmutemos el movimiento repetitivo de la flexión por la creación.
Uno está en esa esencia cuando crea.
Porque cuando creas estás remando a favor del aliento de la Naturaleza.