Cuando me miras no pienso, luego existo

 

Era domingo por la tarde.

Las voces de la playa se habían extinguido y el sol resbalaba hacia el horizonte; utilizó su pareo para cubrirse mientras observaba cómo las nubes se acercaban entre ellas sin tropezar, moviéndose en planos distintos.

Hacía mucho que no pensaba en él, dejar de hacerlo semanas atrás fue sencillo: bastaba con abrir los ojos, pues no podía alcanzar su recuerdo con los ojos abiertos.

En cambio, allí, tumbada entre las nubes y la arena blanca, la mezcla de paz y deleite desdibujaba cualquier límite, y sus párpados querían besar cada rincón de las pupilas hasta que las pestañas se abrazaron. Fue irremediable no volver a él de nuevo.

Cuando lo conoció,  lo supo fácil y de piel transparente. Habría que esperar a que algunos fuegos artificiales cesaran, pero eso pertenecía al mañana y Olivia había borrado la conjugación del futuro de su área de Broca.

Él llevaba algunas ropas. Todavía quedaban restos de invierno; su hondura -que no era suya- tenía algo de frío, como la de aquel vagabundo que pintaba con carboncillo. Como la del conductor del autobús que les dejó una toalla para secarse. Como la de su hijo Esteban cuando extiende su mano pidiendo grados. Como la de Olivia.

Estuvieron hablando de pensamientos que estimulan la inteligencia, pariendo una visión rica y nueva, de los robles de cuyas ramas cuelgan algunas herencias y del abandono, tan oportuno a veces como el compromiso otras. Pero nada de eso se quedó a dormir en la despensa donde viven los alimentos del alma.

Fue el despertar del cuerpo, respondiendo a lo que le era demandado servir, lo que a Olivia todavía le quiebra la piel cuando alguna respiración le trae su recuerdo.

Se le estremecieron las entrañas de nuevo. Versión sublime de un escalofrío que le cruzó del sacro a la coronilla.

Literalmente, se encogió.

En ese momento Blanca la encontró en posición fetal, cubierta de flores y con el sol convirtiendo en cobre su rostro salado.

–    ¿Estás bien, Olivia?

–     Mejor que bien.

–     Se te ve… ¿Con qué andabas fantaseando?

–     Me encantaría que fuera una fantasía, Blanca; pero no, estaba recordando…

–     ¿Has tenido alguna noticia de él?

–     Hace días le escribí una carta que no pensaba enviarle, y al día siguiente me envió unas palabras… Ese extraño ritual que nos comunica -le contestó mientras se incorporaba. Cada vez que suelto esta historia, vuelve.

–     Y como no la puedes controlar, te retiras.

Olivia se quedó mirando la arena. Las gaviotas volvían a la orilla al caer la tarde, ese era su momento favorito para caminar descalzas. Habían comenzado a pasear cuando Blanca continuó hablando:

–    Ya soy mayor, a ratos sigo deseando el encuentro con el otro, la vida en pareja. Muy atrás quedó la posibilidad de tener hijos. Tú me has dejado adoptarte como tu mamá isleña y eso es lo más próximo que viviré a la experiencia de ser madre -Blanca no pudo verlo, pero por debajo de las gafas de Olivia se humedecieron sus ojos abiertos. Vuestra generación está batiendo el record guinness de personas que viven solas -continuó-, os habéis creído el mito del individualismo y así os va, habitando casas donde sólo cabe uno pero estáis conectados continuamente. Es feroz y bello al mismo tiempo. Refugiados en uno mismo os estáis perdiendo el lujo de esa cercanía que nos hace sentir vivos. Lo que nos conmueve viaja por las venas que circulan entre nuestros vínculos. Y al final no queremos que la vida tenga un sentido u otro; lo único que necesitamos, y ese es el objetivo de la búsqueda, es sabernos vivos, habitados, conmovidos…

–     Desde luego, dedicarse a uno mismo es una profesión de prestigio ahora.

–     No respetes tanto el espacio de otro, Olivia.  El espacio nunca es enteramente de uno mismo; ¿en qué lugar se separa la tierra que alimenta al olivo de la que alimenta la hierba? Atrévete a llamar a la puerta. Lo llamáis respeto, pero a mi me parece que tenéis miedo. Vosotros, que sabéis tanto, deberíais ver cómo el miedo crea laberintos de lo más enrevesados y a ese puzzle confuso lo apodáis con impresiones sonoras pero huecas.

–     Te refieres a que hable con él, ¿verdad?

–     Exacto.

–     No creo que sea una buena idea, su atención está en otros asuntos.

–     ¿Cómo puedes estar tan segura de su postura? No soy una sabia ni tengo una gran intuición, de mis estanterías cuelgan más flores que libros, más fotografías que títulos; pero una cosa sé con certeza rotunda: cuando alguien se acerca pero no llega, comienza pero no acaba sus frases y elige la retaguardia sin acabar de desaparecer, le falta amor a raudales. Esa manera de querer permanecer sin estar, ese mito del individualismo -bello y seductor- le tiene encerrado entre cuatro paredes sobre cimientos de homilías.

Olivia se quedó mirándola. Setenta años de eternidad sin edad en su rostro y una vida que no muere en su cuerpo, de un sentimiento profundo que no necesita la vorágine para alimentarse, pues el mismo es alimento.

–    Dile que le amas. ¿Y qué si no te quiere? Quien no sabe amar, siempre necesita a alguien que le enseñe.