No leas tanto libros, Elena – dijo la abuela.
Su nieta tenía la mirada perdida entre las luces doradas del horno. La abuela Angela lo había encendido mientras envolvía las verduras entre aquella masa de grano de trigo añejo, levadura madre, pimentón y cerveza.
Desde que Elena supo que los suspiros de su marido ya no eran por la desidia que traía arrastrando desde la oficina sino por los contorneos de una mujer recién estrenada, iba cada viernes a visitar a su abuela y -como cuando era niña y sus padres salían a cenar- se dormía en el sofá con su cabeza apoyada sobre las mullidas piernas de la abuela.
En aquel cazo de hierro granate, la alquimia del fuego convertía las fresas y la miel en almíbar y su olor acariciaba los pulmones de Elena. La abuela estaba preparando el postre preferido del abuelo, pensando que venerar a los hombres de la familia reconfortaría la desesperanza de su nieta. Cubrió sus manos rellenas de pecas y años nutriendo a la familia con sus guantes y metió las empanadas en el horno. Preparó unas infusiones de hierbabuena y anís, y, con el humo empañando sus gafas, se sentó al lado de Elena.
Allí estaban: abuela y nieta sentadas en aquellas estructuras de mimbre llenas de historias que crujían sin romperse.
Ahora las sillas ya no duran tanto –pensó Elena.
Desde que te has separado te pareces más al abuelo –dijo Angela.
Elena sabía a qué se refería. El abuelo hablaba poco, ella en cambio parloteaba sin parar y a veces lo hacía con cierta sonoridad. Entonces él solía decirle quién habla mucho tiene poco que decir, especialmente aquellos que gritan, mirándola por encima de la montura de sus gafas de pasta remendadas con esparadrapo.
En muchos momentos ella no le entendía y protestaba. Como en aquella ocasión que se fue seis meses a India a venerar los pies de su maestro. A su regreso Elena no tomó paella: se había hecho vegetariana y aprovechó la comida para recordarles la toxicidad del pollo que estaban engullendo y las bondades del tofú mientras narraba sus aventuras místicas. El abuelo únicamente murmuró: los verdaderos maestros no tienen discípulos. Elena ardió en cólera pero trató de fingir una paz tan inmutable como hipotética.
En cambio ahora comprendía cada una de sus frases. Ella había creído necesitar libros y terapias, películas y retiros y cartas astrológicas y de tarot para llegar a esas conclusiones. Su abuelo era más partidario de la experiencia.
Elena, te estoy hablando, ¿dónde estás? –dijo la abuela.
Pensaba en el abuelo y en vuestro amor hasta el día que se fue. El siempre decía que eras su costumbre favorita –contestó con esos ojos cuyo brillo mojado sólo tiene nombre de añoranza rebosante.
Su costumbre favorita. Y él… ¿era también la tuya, abuela?
Sí, mi niña –la abuela hizo una pausa buscando en su memoria. Unos días antes de que se fuera, cuando él ya sabía que en pocos días su alma volaría más allá de las constelaciones, estuvimos recordando. Sobre todo estuvimos repasando todo lo que habíamos creado juntos. Fuiste su nieta predilecta. Contártelo hubiera sido concederte un lujo altanero, decía él. Aquella noche estábamos en estas mismas sillas charlando, aprovechando uno de sus ratos lúcidos. Cuando habló de ti, confesó que le hubiera gustado verte acompañada de otro hombre, que Héctor seguía colgado de aquel amor que había supuesto lo único que no pudo conseguir en su Vida. Y que ese «querer y no poder» poseerla le había convertido en un coleccionista de trofeos cuyo máximo blanco era hacerse desear y rellenar sus vacíos de mujeres adorando su pecho henchido.
Elena tragó saliva. Quiso poder abrazar a su abuelo con todas sus fuerzas en ese mismo instante. Como si esa fuera la única medicina posible para su desamparo.
Cariño, déjate amar por un hombre que asuma la soledad y sepa quererte sin llenarla de ti. Quien la supera regateando corazones y amistades convierte su Vida en una mentira –dijo la abuela.
Elena acercó el dorso templado de la mano de la abuela a sus labios. Lo besó y subió a la azotea. Necesitaba refrescarse con la brisa de mar.
La puerta del taller de carpintería del abuelo estaba entreabierta. Años de ausencia y polvo cubrían aquellas herramientas y su BH rosa. Elena sonrió y su piel se erizó… ¿o fue al revés? Buscó entre las cajas almacenadas hasta que encontró el último disco de Tom Waits que le regaló. Se acordó de cómo el abuelo movía las caderas, mientras las virutas de madera revoloteaban por el aire, diciendo que nunca una persona hablando le había hecho bailar como ese señor de voz grave. Bajó al salón, la abuela ya había dispuesto la mesa con sus aromas silvestres y familiares. Hacía mucho que no dejaba caer la aguja sobre aquella pieza de vinilo.
Tom Waits empezó a cantar… ¿Son los diamantes, simplemente, piezas de carbón con paciencia?
Abuela y nieta brindaron.
Su nieta tenía la mirada perdida entre las luces doradas del horno. La abuela Angela lo había encendido mientras envolvía las verduras entre aquella masa de grano de trigo añejo, levadura madre, pimentón y cerveza.
Desde que Elena supo que los suspiros de su marido ya no eran por la desidia que traía arrastrando desde la oficina sino por los contorneos de una mujer recién estrenada, iba cada viernes a visitar a su abuela y -como cuando era niña y sus padres salían a cenar- se dormía en el sofá con su cabeza apoyada sobre las mullidas piernas de la abuela.
En aquel cazo de hierro granate, la alquimia del fuego convertía las fresas y la miel en almíbar y su olor acariciaba los pulmones de Elena. La abuela estaba preparando el postre preferido del abuelo, pensando que venerar a los hombres de la familia reconfortaría la desesperanza de su nieta. Cubrió sus manos rellenas de pecas y años nutriendo a la familia con sus guantes y metió las empanadas en el horno. Preparó unas infusiones de hierbabuena y anís, y, con el humo empañando sus gafas, se sentó al lado de Elena.
Allí estaban: abuela y nieta sentadas en aquellas estructuras de mimbre llenas de historias que crujían sin romperse.
Ahora las sillas ya no duran tanto –pensó Elena.
Desde que te has separado te pareces más al abuelo –dijo Angela.
Elena sabía a qué se refería. El abuelo hablaba poco, ella en cambio parloteaba sin parar y a veces lo hacía con cierta sonoridad. Entonces él solía decirle quién habla mucho tiene poco que decir, especialmente aquellos que gritan, mirándola por encima de la montura de sus gafas de pasta remendadas con esparadrapo.
En muchos momentos ella no le entendía y protestaba. Como en aquella ocasión que se fue seis meses a India a venerar los pies de su maestro. A su regreso Elena no tomó paella: se había hecho vegetariana y aprovechó la comida para recordarles la toxicidad del pollo que estaban engullendo y las bondades del tofú mientras narraba sus aventuras místicas. El abuelo únicamente murmuró: los verdaderos maestros no tienen discípulos. Elena ardió en cólera pero trató de fingir una paz tan inmutable como hipotética.
En cambio ahora comprendía cada una de sus frases. Ella había creído necesitar libros y terapias, películas y retiros y cartas astrológicas y de tarot para llegar a esas conclusiones. Su abuelo era más partidario de la experiencia.
Elena, te estoy hablando, ¿dónde estás? –dijo la abuela.
Pensaba en el abuelo y en vuestro amor hasta el día que se fue. El siempre decía que eras su costumbre favorita –contestó con esos ojos cuyo brillo mojado sólo tiene nombre de añoranza rebosante.
Su costumbre favorita. Y él… ¿era también la tuya, abuela?
Sí, mi niña –la abuela hizo una pausa buscando en su memoria. Unos días antes de que se fuera, cuando él ya sabía que en pocos días su alma volaría más allá de las constelaciones, estuvimos recordando. Sobre todo estuvimos repasando todo lo que habíamos creado juntos. Fuiste su nieta predilecta. Contártelo hubiera sido concederte un lujo altanero, decía él. Aquella noche estábamos en estas mismas sillas charlando, aprovechando uno de sus ratos lúcidos. Cuando habló de ti, confesó que le hubiera gustado verte acompañada de otro hombre, que Héctor seguía colgado de aquel amor que había supuesto lo único que no pudo conseguir en su Vida. Y que ese «querer y no poder» poseerla le había convertido en un coleccionista de trofeos cuyo máximo blanco era hacerse desear y rellenar sus vacíos de mujeres adorando su pecho henchido.
Elena tragó saliva. Quiso poder abrazar a su abuelo con todas sus fuerzas en ese mismo instante. Como si esa fuera la única medicina posible para su desamparo.
Cariño, déjate amar por un hombre que asuma la soledad y sepa quererte sin llenarla de ti. Quien la supera regateando corazones y amistades convierte su Vida en una mentira –dijo la abuela.
Elena acercó el dorso templado de la mano de la abuela a sus labios. Lo besó y subió a la azotea. Necesitaba refrescarse con la brisa de mar.
La puerta del taller de carpintería del abuelo estaba entreabierta. Años de ausencia y polvo cubrían aquellas herramientas y su BH rosa. Elena sonrió y su piel se erizó… ¿o fue al revés? Buscó entre las cajas almacenadas hasta que encontró el último disco de Tom Waits que le regaló. Se acordó de cómo el abuelo movía las caderas, mientras las virutas de madera revoloteaban por el aire, diciendo que nunca una persona hablando le había hecho bailar como ese señor de voz grave. Bajó al salón, la abuela ya había dispuesto la mesa con sus aromas silvestres y familiares. Hacía mucho que no dejaba caer la aguja sobre aquella pieza de vinilo.
Tom Waits empezó a cantar… ¿Son los diamantes, simplemente, piezas de carbón con paciencia?
Abuela y nieta brindaron.