Malena salió de trabajar. Era tarde para ir a su clase de meditación y temprano para ir a casa ahora que el día todavía no asomaba su noche cuando los niños salían del colegio con sus meriendas de chocolate y su jaleo sabio e ingenuo.
Paseaba sintiendo ese aire fresco del otoño que le refrescaba el alma y avivaba su instinto. A Malena el calor le molestaba, fuera en forma de mercurio en el termómetro, de aglomeración humana o de la proximidad que conquista un espacio que no le pertenece.
El sol caía convirtiendo las vidrieras de la catedral en luces que se derramaban lento jugando con sus reflejos y las gaviotas, que acompañaron a Malena hasta el mar. Aquel antiguo paseo tenía el don de airear la tristeza de llegar a casa y no saberse que decir. Malena sabía que estaba retrasando el momento de acabar su relación con Darío en ese paseo, en las vacaciones de Navidad y las tostadas de la mañana.
Aquella arrebatadora energía que durante tanto tiempo le había aislado de la frialdad y que, como un armazón, resguardaba la sensación de pertenencia a un lugar, se había convertido en una indiferencia corta de vista. Sabía que él la amaba terriblemente pero el pensamiento de Darío comenzaba a sentir el roce escalofriante de otro nombre. Darío era uno de esas personas que sufren únicamente durante el intérvalo en que una relación se acaba y otra comienza. Para él, tener una nueva presa era haber cazado de nuevo la felicidad, o eso creía. Porque al final a su alma le acababan saliendo los hongos propios de quien llena el hueco de sus frustraciones con sueños ajenos.
Sin embargo a Malena, extranjera en aquella ciudad, se le encogían las entrañas cuando pensaba en que las raíces que la plantaron hacía más de una década en aquella tierra, fueran arrancadas en una conversación que borrase aquel solapamiento de relaciones. Pensar en ello le oprimía el pecho.
Exhaló tan fuerte que su hálito rozó la mejilla de la Señora Carmen, que a través de la ventana del café más antiguo de aquella urbe, observaba el movimiento de la ciudad sobre su butaca granate de terciopelo. Carmen se giró, llamada por una extraña sensación y vio a Malena frente al mar.
Los pescadores preparaban sus redes para zarpar de madrugada y Malena recibió una llamada. Era la Señora Carmen, la librera en cuya tienda las estanterías se habían convertido en mullidos sofás, los libros en tíos y sobrinos, y la misma Carmen, en su abuela adoptiva.
– Te veo desde la ventana que tienes justo detrás, estoy a punto de pedirme un té, ¿me acompañas?.
Sorteando las pieles oscuras y estriadas de los pescadores, se acercó hasta que divisó a través del cristal la sonrisa de la Señora Carmen, feliz sólo por pasar de este segundo al posterior.
Habían pasado diez años desde la primera vez que la conoció y su porte esbelto, su mirada transparente y aguda, y la infinita confianza con la que se sostenía sobre la tierra no habían menguado a sus noventa y cinco años, todo lo contrario.
-Acércate bonita –dijo Carmen. Con un beso le abrazó la mejilla-. Hueles a rosas y a desarraigo, cariño.
Aquella mujer siempre había tenido muy buen olfato. Y la edad se lo ha afinado más, incluso – pensó Malena.
El camarero les preguntó qué deseaban tomar. La señora Carmen pidió un té de bergamotas rosadas; Malena se decantó por un zumo de manzanas con agua de burbujas.
-La mirada con la que desenfocabas el mar era por Darío. ¿verdad? -Malena abrió los ojos y subió una ceja-. Hija, no me mires así, a mi edad no tendría sentido enterrarme bajo protocolos. Es curioso, os habéis liberado de ciertas esclavitudes pero seguís sintiendo una terrible dificultad a la hora de salir de cárceles donde la luz brilla oscura. ¿Para qué Malena? ¿Para qué te quedas al lado de un hombre que compra croissantes que tú no vas a desayunar?
– Señora Carmen, yo puedo ser muy sincera con usted –Malena seguía utilizando la tercera persona venerable del singular para hablar con ella-. Me da pánico. Pienso en recoger mis cosas, meterlas en cajas y… -bajó la mirada y le dio vueltas a su alianza-. Me veo levitando sobre el suelo, pero no por evolución, por orgullo o por vanidad, sino porque creo que aprendo y no he aprendido nada, sigo sintiéndome muy lejos de casa.
– ¡Somos tan torpes Malena! Si por un segundo nos dejaran ver nuestro futuro no tendríamos miedo a soltar a aquellas personas que saben hacer daño tan bien que se les termina perdonando, daríamos más caricias y menos consejos y nos daríamos cuenta de lo importante que es saber quien vive en la puerta de al lado. Antes teníamos miedo de viajar lejos de casa; ahora tenéis miedo de parecer ignorantes por no coger un avión una docena de veces al año y recorrer medio mundo para garantizar la seguridad de vuestro desarrollo profesional. Habláis cinco idiomas pero no sabéis escuchar casi en ninguno. Os dicen la verdad y salís corriendo; os mienten y os quedáis. Comprometeros con una vida larga y ubicaros en una ciudad sin rascacielos os parecen ejercicios trasnochados y reservados para provincianos que consideráis paletos, y así os va, con la médula insatisfecha y buscando con un desasosiego sin precedentes. Os han vendido la independencia y la autonomía como el último grito pero eso debilita profundamente al ser humano.
Malena la escuchaba con sus ojos de largas pestañas. Por no interrumpir, ni parpadeaba.
– Mi hijo Tarso se casó con una mujer rusa y viven en Bogotá, mis nietos me envían emails que guardo en mi mesita de noche. Los leo cada noche y de la misma manera que bendigo el camino de mi hijo y su familia, extraño jugar con mis nietos y… si esa noche están soplando las velas al otro lado del Atlántico maldigo tanta globalización sin criterio. –Malena le dio un pañuelo-. En el edificio en el que vivo éramos ocho familias, ahora somos ocho personas viviendo solas entre paredes llenas de aparatos y vacías de esos vínculos que caldean aunque no haya leña para la chimenea -la Señora Carmen se quedó en silencio mirando a través de la ventana-. ¿Las ves? Sola, sola, sola… Todas esas personas caminan con la soledad tatuada en el alma. ¿De verdad crees que estamos diseñados para eso? Estamos hechos de vínculos, de compartires y comunidades. Mi madre me dejaba con la vecina cuando iba al mercado, recuerdo bajar las escaleras y escuchar los sonidos que se asomaban por las puertas abiertas de cada casa, a las que yo entraba a jugar sin llamar. Quien se haya encargado de cerrarlas y convertirnos en desconocidos -casi peligrosos- sabía como robarnos la fuerza más poderosa.
La Señora Carmen se quedó mirando la madera del ventanal, como si algún aroma del pasado se colara por sus ranuras.
– Sin embargo, tu generación y la mía seguimos siendo iguales en dos cosas: parece que sólo aprendemos a base de darnos contra la pared creyendo encontrar allí la salida, y seguimos buscando irremediablemente el calor del otro. Porque somos mamíferos, porque sólos no llegaríamos al fin del mundo. En esto no hemos cambiado. Cada Navidad me voy a Colombia a ver a mi hijo, mi nuera y a mis nietos. Aunque me muera sin poderles haber enseñado otro método de aprendizaje, me iré satisfecha si mis nietos recuerdan cada día de duda o de desaliento, de lágrima o rasguño, que el avance más moderno se inventó hace miles de años. Es un fuego que se llama raíces, que derrite el escalofrío más azul y reconforta el rincón más negro del alma. No hay árbol que se sostenga sin ellas.
Había atardecido y aquella cafetería de muebles robustos y maderas llenas de generaciones, cerraba. El camarero se acercó:
– ¿En efectivo o en tarjeta?
– En afectivo, por favor –respondió la Señora Carmen mirando con sus ojos de sonrisa a Malena.