Imagen de Dave Jordano
A veces no paro a darme cuenta. No me detengo a mirar. Se me pasan por alto las puertas que otras personas abrieron para que yo pudiera entrar y el hilo invisible con el que todo lo que nos sucede es enlazado.
Se me pasa por alto que el tiempo no se pierde cuando uno lo aprovecha. Pero no nos equivoquemos, aprovechar no es producir.
Ayer mientras esperaba en el aeropuerto a que mi vuelo embarcara, escuché a un tipo diciendo: no tengo un minuto que perder, envíame ahora mismo todos esos correos y los contesto mientras como. Hablaba por teléfono.
A veces andamos por las calles, por las salas de espera y por la cocina de casa imbuidos por un culto a la satisfacción inmediata horrendo. Porque detrás de toda esa actividad frenética se despliega una cacería de momentos, de personas, de objetivos cumplidos que llenen de aparente sentido nuestra existencia. Hemos perdido la capacidad de esperar y quien no es capaz de aguardar no es capaz de ver, atropella a la Vida y no le deja hacer su trabajo.
Hay quien compra polvo de patatas deshidratadas porque pelarlas y cocerlas sería perder veinte minutos. Y quien se queja de su casa o de su pareja… porque se quedó con la primera que pasó.
Pero si no salgo corriendo mientras hierve el arroz o llega el tren, puedo saborear lo vivido y darme cuenta de que el viernes Clara preparó con suma ternura la sala donde hicimos yoga. Puedo darme cuenta de lo delicioso de la música que suena. Puedo tener una conversación inesperada con un desconocido. Puedo tomar conciencia de los pasos, elegidos y no, que me han traído hasta donde estoy hoy. O comunicarme con la nota silenciosa de mi respiración.
Puedo desconectarme de la prisa, de la inercia y de la adicción al hacer para mirar un rato, tal vez con los ojos cerrados, un espejo extraordinario: el que refleja los entresijos y la magia de la Vida en todas sus dimensiones y relieves.
Y así, dejar de desesperar para iluminar esa maravillosa, insondable y asombrosa aventura que nos sorprende cuando sabemos… esperar.