Este fin de año quema todas tus listas de propósitos. No te saltes pasos. No pidas otra ración más. Detén la inercia, aunque solo sea unos minutos.
Anoché dormí en el hospital. Nada grave. Algunos médicos quieren comprobar que los milagros son eso que ellos llaman remisiones espontáneas. Y ha estado bien porque he pasado doce horas tumbada, en absoluto silencio, sin libros, sin pantallas, sin compañía.
Doce horas para observar desde la horizontal doce meses. Eso sí, la cama tenía más de doce posiciones posibles y se ha convertido en un confortable diván desde el que pasearme por este año.
Lo que he aprendido este año no lo leí en ningún libro. Tampoco lo encontré en las películas que vi. Lo que he aprendido este año ocupa menos de lo que creía saber. Lo encontré cuando me rendí. Te lo puedo contar tomando un té y lo podemos olvidar después porque es poco y quizá innecesario para ti, pues sólo podemos comprender lo que necesitábamos saber cuando algo ya nos lo ha mostrado.
Creo que esta aventura funciona así. ¿Qué piensas tú?
Este año entendí que, a veces, el mayor esfuerzo que puedes hacer es dejar de hacerlo. Después de todo, nuestras pequeñas inteligencias son una broma, a veces de mal gusto, en comparación a la inmensa inteligencia que mantiene vivo este aparente caos.
Los libros de autoayuda han hecho mucho daño: confía en ti, cree en ti, desata tu potencial. Como si fuéramos dioses, como si alojáramos superhombres bajo nuestra piel, como si dentro de cada persona viviera un ser todopoderoso.
Por cierto, quema también tus libros de autoayuda. Contienen tantas presiones como mensajes huecos. Hablan de la felicidad como de un jersey de Zara. Admirar nuestra pequeñez, nuestra insignificancia, nuestra capacidad maestra para caernos sí es grande: un acto de honestidad verdaderamente transformador.
Confía en ti tanto o menos como confías en ese campo más grande donde flotamos. No creas que tú solo podrás siempre.
Llevaba mucho tiempo preguntándome: ¿por qué me pasa esto a mi? ¿será que tengo que aprender algo? ¿estaré purgando algún pecado? ¿será puramente algo genético? ¿si sigo las directrices del médico irá bien? ¿si como menos paella y más arroz integral? ¿si medito más y corro menos?
No, no… nada de eso. Me estaba dando demasiada importancia.
Fue justo el día catorce de febrero (ahora creo en San Valentín) cuando la Doctora me llamó para decirme que los resultados de las últimas analíticas no mostraban ni un ápice de mejoría.
Con todo lo que había hecho…
Estaba caminando por el campo mallorquín. Me detuve. Miré al cielo con las mejillas húmedas y dije: ¿sabes? yo no puedo más con todo esto, estoy cansada de luchar, de buscar, de trabajarme (expresión muy de moda últimamente). Llevo doce años, ¿podrías echarme una manita?
Claro que sí. Su mano había estado siempre tendida. Simplemente yo no la había tomado.
Y funcionó.
Ahora mi Felicidad consiste en no buscarla. Simplemente quiero mantener ese cordón umbilical que me une a la Vida. Esa Vida cotidiana, minúscula a veces, mayúscula otras. Quiero seguir dedicando menos tiempo a buscar logros que cumplir y medallas que coleccionar y más minutos a cerrar los ojos, darme cuenta de los regalos que recibo cada día, sentir cosquillas en la barriga y decir GRACIAS.
Así que ojalá seas despojado de algún sueño y tu mirada observe entonces otros atardeceres posibles. Que remiendes tus esperanzas rotas con el hilo de la confianza y de la belleza que hay en tu pequeña grandeza, en tu inmensa pequeñez. Qué en los momentos oscuros te sepas divinamente acompañado y que busques en los abrazos esa medicina luminosa que no contienen las pastillas.
La Vida es una cuestión de colaboración.