LA MUERTE ES UNA EXCUSA

 

Su única implicación en la celebración de la Semana Santa se reducía, hasta el domingo pasado, a su nacimiento. Llegó al mundo un Jueves Santo de hace treinta y pico años, y de camino a la clínica, el coche que trasladaba su llegada al mundo interrumpió la procesión.

No sabe si por vergüenza o por algunas notas discordantes, su Pascua transcurría alejada de las celebraciones religiosas mientras se reencontraba con sus amigos en la playa, jugaba a Dix It las noches de lluvia, daba paseos en bici y a la orilla del mar, comía paella y, tras alguna siesta, merendaba las torrijas de la madre de Jorge.

Realmente no le importan demasiado los motivos, pues cree profundamente que hay muy pocos elementos flotando en el azar y que rendirse al misterio es la distancia más corta entre cualquier ser humano y ese conocimiento de las cosas divinas.

El sábado pasado no durmió en su casa y al despertar fue a correr por un camino por el que nunca habían discurrido sus incursiones matutinas de zapatillas y bombeos sonoros de corazón. La ruta desembocó en una pequeña iglesia en la que justo estaba celebrándose el encuentro de la Virgen María y su Hijo Jesús Resucitado. Allí, en plena calle, se deshizo de los cascos y apagó la música. El silencio era sepulcral y a la escultura barnizada de Jesucristo le habían quitado lo velos de la muerte.

La resurrección allí presente. A las diez y media de la mañana. Sin aviso. Sin casualidades.

No sólo Él había resucitado. Ella estaba viendo en aquel reencuentro y en algunas lágrimas de los fieles todas nuestras resurrecciones. Y entendió que ése es el verdadero valor de la muerte. De cada una de nuestras cotidianas o colosales muertes: la posibilidad de renacer después.

Puso de nuevo sus piernas en marcha y regresó a casa con esta pieza sonando en su cabeza: