LOS PAJAROS NO CANTAN EN CUEVAS

Fotografía de Sheila Sheridan 

 

“Mientras os sigáis queriendo continúa en tu relación y permanece comprometida. Si hay alguna opción de que lo vuestro tenga un sentido sólo la encontrarás a través de un camino: quedándote en la relación y dejando que el amor te transforme. ¿En qué? Eso no lo sabemos. Eso sí, si de verdad no hay ese amor, si ya no te apetece escucharle, si su mera presencia te devasta o tienes un profundo pálpito en tu barriga que te conduce lejos de él, no te quedes. Pero tampoco te vayas ciegamente. Date cuenta de que cada tres años cambias de relación”.

Gala caminaba de vuelta a casa con las palabras de su terapeuta resonando en la cabeza. Un comentario entre tantos otros. Pero fue ese y no otro el que se le quedó grabado. Y no prescribía a pesar de que eran cerca de las ocho de la tarde y la arena reflejaba su luz predilecta de primavera. Cuántas veces se había preguntado porqué acababa dejando cada una de sus relaciones. Algunas por razones obvias, sin embargo otras… No atendían a motivos lógicos ni tampoco viscerales.

Era más bien como una asfixia que inundaba tan lentamente sus pulmones que no llegaba al ahogo sonoro ni a la inconsciencia, pero le dejaba coleccionando tibiezas. Esa temperatura que le ponía nerviosa. Le recordaba a cuando las niñas intercambiaban sus cromos en el colegio: era el ritual de las 10.15h en el patio. Ella se quedaba oliendo la lavanda pensando que eran como unos esposos aburridos mientras esperaba que acabaran para jugar al encuentro o al sambori. Ambas memorias le hablaban de una misma sensación: la de una mariposa que ríe haciéndole cosquillas en las paredes de su intestino.

¿Qué le pasaba?

Desde pequeña había sentido sed de libertad y hambre de amor. Sus movimientos habían estado dirigidos por estos hilos. Y no acababa de encontrar ese punto en sus relaciones en que la libertad, por escasez o deseos más libertinos, no devastara al amor; y  donde el amor, porque a veces incluye el miedo y la defensa, no le diera la espalda a la libertad.

Porque la verdad, es una ecuación delicada.

No eran ellos, eso lo sabía. La mayoría de sus parejas habían sido personas de gran nobleza y sensibilidad.

Había inspeccionado también su árbol genealógico y allí encontraba pistas. Pero tampoco era por eso.

Miró su carta astral y sí, había vestigios de independencia galopante pero nada que le incapacitara para el encuentro con el otro. De hecho, la presencia abundante de venus en su carta coincidía con el hecho de que la vida en pareja le parecía un lugar fantástico donde vivir.

Había buceado por sus memorias vitales y por sus sueños y tampoco allí halló grandes pistas para el boicoteo final de sus relaciones.

 

El día era ahora más largo. Demasiado para ir directamente a casa. Así que modificó su ruta, se descalzó y siguió caminando por la orilla. La cercanía de las vacaciones de mona y resurrección abría los bares de toda la vida transformados en beach clubs y recordó el sabor del vino en su boca.

Tomó asiento con vistas al atardecer y pidió un Pago del Vicario.  A su lado conversaban dos mujeres maduras. Parecía que se habían reencontrado después de largo tiempo, un tiempo que no había desgastado su complicidad, a juzgar por el brillo con que la mirada acompañaba sus palabras.

Con un marcado acento inglés, Gala podía escuchar como una de ellas, de pelo encanecido y piel color Beirut, le contaba a su acompañante que seguía con James. Más que feliz. Vivían en una casa de campo, donde cada uno tenía su habitación. La suya, repleta de libros y con un gran ventanal derramando perspectiva sobre un escritorio lleno de historias; la de él, guardaba su colección de música e instrumentos y una cama que el mismo había construido. A veces, le gustaba dormir sólo, sabiéndose contiguo a ella.

Luego, tenían su dormitorio donde celebraban su deseo mantenido en el tiempo gracias a algunas normas pactadas y revisadas cada comienzo de año, como desterrar los pijamas de ositos, contemplarse en silencio sin tocarse y pasar algún tiempo sin saber el uno del otro. Acordaron no practicar juegos de seducción infantiles tipo escondite: ahora me ves, ahora no me ves. En el fondo siempre seguimos siendo niños y esas estrategias van minando la confianza. O diluyendo el interés.

Su seducción era más bárbara y más renacentista: creaban. Ella con sus letras y en los fogones de la cocina, y él con sus instrumentos. Ninguno podía ver el proceso creativo del otro y cuando se encontraban podían utilizar todos los sentidos con una excepción: del gusto, de la lengua, de la garganta; no podían salir palabras.

Desde que sus hijos habían volado a otros lugares del mundo, se habían reencontrado con más intimidad que nunca.

También se seducían de otras maneras: a través de la reverencia a la riqueza de la vida individual de cada uno, de los olores de la entrega, del roce inesperado, de un cambio de planes jugoso, de la cercanía honesta y leal, del saberse unidos a través del cielo y, sobre todo, de esos días que pasaban sin verse y se sentían admirados desde la distancia por el otro. Sólo Dios podía verlos entonces cerrar los ojos y respirar hondo, sintiendo una brisa satisfecha cruzando desde sus coronillas hasta los dedos de los pies.

Además, pasaban tiempo con sus hijos en forma de variadas recetas: los cuatro juntos, él con ellos, ella con ellos. Y una vez al año, cada hijo escogía ir a algún destino acompañado únicamente de su padre o su madre, sin su otro hermano.

La semana pasada, él había preparado una corona con las flores que habían estado cultivando en el jardín: lirios, rosas japonesas, margaritas, lavanda, albahaca, hortensias y jazmines y, envuelto en su camisa de cuadros y su mono de lino, le había vuelto a pedir que se casara con él.

Le contó que la corona podía convertirse en ramo y le regaló un búcaro amplio de cristal transparente. No necesitaban mucha agua, pues se ahogarían. Bastaría con un poco de agua fresca cada día y con colocarlas en aquel jarrón de fondo ancho, donde tanta Vida tuviera espacio para regalarse.

Entonces algo muy profundo encajó dentro de Gala.

Era una amante del amor y de la libertad. Y sí, no negaremos que en la mayoría de ocasiones se vive antagónicamente. Pero había andado obnubilada buscando motivos  en otros cajones. No era ya una cuestión de buscar soluciones en el pasado, quizá el pasado no sirva para eso. Simplemente se acababa de dar cuenta de que era una cuestión de modelo, de fórmula. Ella había tratado de encajar en modelos de relación fantásticos pero que no eran como ese vestido que se pone en sus noches especiales de verano, tan acoplado, tan cómodo, tan danzante, tan suyo.

Pensó que tal vez no sería fácil cruzarse con un James… pero ahora sabía porqué soñaba con una casa con jardín.

Llamó a su terapeuta y canceló su próxima sesión.