Imagen de Elisabetta Foco
El jueves volvía de la formación que estoy haciendo en terapia sistémica. Iba en tren, era de noche. Estaba sola en mi cuadratura de asientos. En el vagón: un par de mujeres con enormes maletas, una joven adherida al móvil, alguien más a mis espaldas, un par de hombretones de seguridad con las cejas mejor perfiladas que las mías y un hombre muy poco sobrio. Antes de que estos dos señores sin pelo en pecho llegaran, el hombre con aroma a alcohol barato, que difícilmente se mantenía en pie, había caído al suelo al tratar de sentarse.
Fui a levantarme al mismo tiempo que derramaba su cerveza mojando mis zapatos. Los pocos pasajeros miraban. Volví a mi asiento.
Los hombretones entraron y pasearon arqueando sus miradas como diciéndole: te vigilamos, un movimiento más en falso y te vas fuera (aunque con esas cejas era complicado sellar su gesto con cierta autoridad). Les preguntaron a las dos mujeres si les había molestado. Trataron de entablar conversación. Me dio la impresión de que en el fondo sólo querían flirtear con ellas. O quise creer que, en medio de esa miseria, sus corazones todavía anhelaban el contacto humano.
El traqueteo del tren me hipnotiza, fijo mi mirada a través del cristal aunque la noche no me deje ver nada.
En aquel escenario se estaba representado esa obra universal de la indiferencia y el distanciamiento a la que asistimos. Nos pasa con el vecino y hasta con nosotros mismos.
Cuando empecé a estudiar Psicología hace años estaba entusiasmada. Pasaron dos años y aquella energía iba desalentándose. Contratos maritales en los que él friega dos días a la semana y ella a cambio se compromete a hacer más aproximaciones sensuales. Cambios de conducta que ni siquiera llegan a percibir el aroma de la herida que al niño le hace hacerse pis cada noche. Así que lo dejé con máximo respeto, algunas opiniones en contra y la puerta abierta. Y seguí estudiando aquello que me resonaba, en lo creo y lo que me funciona.
La verdad es que no, no me interesan las aproximaciones terapéuticas que no son una oración al alma.
Porque, cada vez más, veo cómo desde ese lugar ancestral, único y tan personal, la tristeza, la indiferencia, la soledad, el miedo, el distanciamiento y la miseria pueden comprenderse, desactivarse, organizarse e incluso difuminarse. Quizá haya huellas que no se borren nunca pero siempre quedará la opción de fundirlas con esa amabilidad con que la Vida también nos recibe.
Eso sí… para fundirlo necesitamos dosis elevadas de calor.
¿Y qué es lo cálido en mi?
Lo mismo que en ti.
El Amor.