Querido lector,
Cuando mi alma se queda un poco desangelada subo a un monasterio que hay en una montaña -dicen las leyendas que mágica- de esta isla mediterránea. No he encontrado lugar en el mundo, hasta el día de hoy, donde habiten más ángeles juntos.
Este verano no podía saltar de la intensidad de los últimos meses a las vacaciones en un único salto. Haberlo hecho podría haber sido demasiado arriesgado. Así que el sábado mi barriga decidió subir a este rincón sagrado de la Naturaleza.
Esta mañana, como cada madrugada, meditamos juntos en un ejercicio de entrega desde el centro del pecho. Eran alrededor de las ocho cuando fuimos a desayunar.
Es mi santo, y Aina –una mujer mallorquina a la que conocí ayer- había preparado un bizcocho para celebrarlo. Sentarse a la mesa con ellos es una celebración constante: bromas, hondura, ternura, inteligencia, sintonía, generosidad y reconocimiento.
Después de desayunar, salí a pasear por un camino que adoro.
El sol, inmenso y luminoso, se colaba por entre las ramas del bosque. En las alturas de esta montaña, los grados descienden. El sonido hipnótico de las chicharras y del viento entre los pinos fue acallando mis palabras, cada voz, cada dificultad, cada carencia, cada espera. Caminé, cada vez más despacio, mientras escuchaba el crujir de cada paso, consciente del gusto en el paladar de la presencia compartida, de las risas y la dulzura de aquel desayuno.
El silencio se fue haciendo más sonoro hasta que no hubo nada más en mi que aquel bosque deslumbrante.
Me senté.
Tras meses de bastante diálogo interno –y externo-, allí quieta, sentada, no había nada. Se desvanecieron las teorías, las preguntas, las estrategias, los sentimientos encontrados y las soluciones: sólo la evidencia de una paz infinita, completa e inmensa.
Había algo más grande viviéndome. Algo que había echado de menos los últimos meses. No porque no estuviera, sino porque yo anduve mirando otros territorios.
Allí sentada, en la presencia silenciosa de todo, no había ningún lugar al que ir, sólo un lugar al que venir de nuevo. Un lugar al que volver.
La estrechez de algunas puertas es sólo la ilusión óptica de nuestra dificultad para ceder. A medida que dejamos ir la afirmación atrincherada de lo que somos y queremos, podemos sentir con claridad y transparencia, como somos continuamente recibidos en esta gran alma.
No nos pertenecemos a nosotros mismos. Ser es una cesión continua del Ser.
¿Acaso hay algo que seas –o que tengas- que no hayas recibido?
Me doy cuenta de que las cosas más maravillosas de mi Vida, no las he creado yo.
Bendito alivio.